¿Qué harías si te topas de frente con un hipopótamo? Pensaba que jamás me tendría que hacer esta pregunta, pero la verdad es que sí, tuve que hacerlo y no sabía la respuesta, pero es que, ¿cuántas veces vas a tropezar con un hipopótamo? Yo espero que aquella vez en Murchison Falls, fuese la primera y la última.
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La odisea de llegar a Murchison Falls
Aunque llegar desde Kidepo tras cruzar toda la región Karamoja, uno de las zonas más fascinantes de Uganda, iba a ser un trayecto insuperable en cuanto a obstáculos, la salida de la parte noreste del país hacia Murchison Falls tampoco iba a ser la más cómoda del mundo, aunque esta vez por un motivo diferente: las horas de viaje.

Salimos temprano, pero aun así llegamos después de comer a Pakwach, una pequeña localidad en la desembocadura del Lago Alberto y muy cerca de la entrada norte a la reserva de Murchison Falls, a la que teníamos pensado acceder al día siguiente por la mañana.
Lo bueno de viajar sin un plan cerrado es que te da margen de movimiento. ¿Lo malo? Que a veces, y sobre todo en África, te encuentras con que lo que esperabas que fuese una bonita ciudad partida en dos por el río mítico río Nilo y con todas las comodidades, resulta no serlo en absoluto.
A Pakwach llegamos sin alojamiento, sin comida y sin plan. Y para nuestra sorpresa, todo aquello no era tan fácil de solventar. Los pocos alojamientos que había, estaban llenos así que, tocó subirse al coche y buscar en los alrededores de la mano de nuestra inestimable aplicación móvil Maps.me, que nos marcaba algunos alojamientos en el mapa.

Después de varias visitas, varias respuestas de ‘Full‘ y rechazar alguna otra opción demasiado cara, por fin encontramos una que se ajustaba, con algo de exceso, a nuestros bolsillos.
Descargamos las mochilas, charlamos un rato con el propietario del alojamiento, un holandés que llevaba varios años viviendo en Uganda, y conectamos nuestros teléfonos al wi-fi después de más de una semana desconectados. Qué bien se vive apartado de todo, por cierto.
En unos minutos todos teníamos centenares de mensajes entrando y nuestras caras empezaron a cambiar. En ese momento, nos enteramos que hacía tres días que habían cometido un atentado terrorista en el centro de Barcelona con varias víctimas mortales. No nos lo creemos.
Buscamos en internet y leemos horrorizados lo que había pasado. Aquellos centenares de mensajes no eran de preocupación; casi todos sabían que estábamos en Uganda, sino de familiares y amigos informándonos de que estaban bien.
Aquella visión idílica que nos habíamos imaginado del final del día, con una cerveza en algún lugar de aquella pequeña ciudad cruzada por el Nilo, acabó destrozada por la realidad de una ciudad destartalada en la que leíamos sobre un atentado en nuestra ciudad.
Día nuevo, vida nueva
Mucho más tranquilos que el día anterior, cargamos nuestras mochilas después de un copioso desayuno y nos subimos al coche para ir hasta la puerta norte del Parque Nacional de Murchison Falls, donde nos esperaban varios días en busca de fauna salvaje, cascadas y alguna que otra sorpresa.

Cruzamos la puerta en entrada tras pagar las tasas y vamos directos hasta Paraa, una de las zonas en el interior del parque y donde se encontraba nuestro alojamiento, el modesto Red Chilli Rest Camp que, sin embargo, pese a la modestia, se encuentra en un lugar privilegiado a orillas del río Nilo y se llega tras cruzar en un pequeño transbordador.
Cuando llegamos al río todavía queda una hora para que salga el transbordador así que, sacamos algo de comer y esperamos el momento mientras unos babuinos se pasean por el techo de nuestro coche. Era su particular forma de dar la bienvenida al parque.
Ahora sí, estábamos metidos de lleno en la reserva de Murchison Falls, una de las más bonitas de Uganda.

El hipopótamo…
Después de un intenso día en el que vimos la Cataratas Murchison en su máximo esplendor y tras ver la caída de sol sobre el Nilo, vamos al bar del Red Chilli, donde preparan unos platos de comida suculentos y baratos que devoramos acompañados de una Nile, una tradición al acabar cada día que nos negamos a abandonar.

Mientras comentamos la jugada y con el bar casi vacío, decidimos quedarnos un rato más allí y jugar algunas partidas de cartas.
Me levanto, salgo del bar y camino los escasos 30 metros hasta nuestra cabaña con el frontal, cuando de repente, escucho un ruido muy cerca de mí. Algo se mueve y está al lado.
Muevo mi cabeza para enfocar con la luz del frontal y me pego un susto de muerte; ¡tenía un hipopótamo al lado!
A menos de dos metros, frente a mí, tenía una mole de varias toneladas que se había sorprendido tanto como yo de que alguien andase por allí.
Creo que pasaron 20 minutos frente a frente (sí, en realidad fueron unos 2 o 3 segundos, pero se me hicieron eternos) hasta que lentamente reculé y volví al bar a avisar de que había un invitado no esperado a la cena.
El camarero nos dijo que estuviésemos tranquilos, que solían pasar por allí algunos hipopótamos de vez en cuando que cruzaban el campamento para ir a beber al río.

Pese a su insistente llamada a la calma, yo todavía sentía una mezcla de miedo y emoción tras aquel encuentro y el cuerpo me pedía volver a salir. Obviamente, omití esa llamada a la marcha de mi cuerpo.
Después de un rato de espera y con todo más calmado, salimos del bar, esta vez todos juntos, para ir a dormir a nuestras cabañas cuando vimos, para nuestra sorpresa, que el hipopótamo seguía merodeando el campamento y estaba a pocos metros de nuestra cabaña comiendo hierba. Sí, tranquilamente, ¡comiendo hierba!
Nos quedamos quietos varios minutos observando con interés las maniobras del animal hasta que, lentamente, entramos en nuestra habitación, separada de aquel hipopótamo por una fina pared de ladrillo y una ventana a través de la que seguimos escuchando durante un buen rato como el hipopótamo no cesaba en su intento por saciar su hambre.
Solo en África es posible tropezar con un hipopótamo, que el camarero del bar casi no le dé importancia e irte a dormir con el animal cenando en la puerta de tu habitación.